domingo, 30 de octubre de 2011

Cambio de estación.

Recuerdo los días de otoño. Saltar de charco en charco, llegar a casa empapada, sin miedo a la lluvia, sin paraguas, objeto absurdo a los doce años. Mamá me secaba el pelo con una toalla, después de la regañina y la amenaza de un buen catarro. La ropa calada se posaba en la rejilla del brasero. El pijama o un chándal calentito de felpa, un café clarito de puchero y mi abuela preparando unas suculentas migas, apelotonadas en la sartén de donde, gustosa, cogías con la cuchara tu ración para impregnarlas del líquido caliente…curiosa mezcla de ajo, pimentón, pan y cafeína, ideal para sucumbir a la calma de un día lluvioso. Aromas a tierra mojada, a pasto húmedo, sonidos de gotas rebotando en el cristal, algún trueno lejano. Y el mundo, fuera de las puertas de mi hogar, inseguro, frio, truculento. Dentro, cobijo, reposo, paz, calor… poco podía importar la tormenta, las hojas de los árboles, arrastradas por el agua, salpicando  la calle de colores ocres, el cielo gris. Toda la tarde para inventar juegos, ver fotos, imaginar, mirando a través de los cristales, un nuevo mundo de fantasía, alentado por la luz grisácea propia de un día como estos.  Mi abuelo, con su boina perpetua, que no se quitaba ni para estar en casa, a los pies de la mesa camilla, calentándose con el calor de las brasas, jugaba un solitario o leía un novela del oeste. Mi abuela viendo en la televisión las últimas noticias o buscando algo que hacer,  tal vez la cena o un nuevo café de puchero para el día siguiente. Papá, mamá, mi hermana y yo, jugando una partida de dominó, que casi siempre, yo perdía por mi falta de concentración y estrategia para estos juegos de mesa que nunca me he tomado en serio. Conversaciones cotidianas a la mesa, surgían con cada ficha colocada, dibujando figuras simétricas, que iban encajando como nuestros temas, enlazados por preguntas sobre nuestros días, el colegio, el trabajo, los deberes. Todos juntos, ahuyentando con acogedora cercanía y hospitalaria familiaridad, el frio invierno que se acercaba con veloz coraje.
                Principios de octubre, la ciudad monumental de piedra amarilla me espera con los brazos abiertos. Un nuevo curso comienza con renovada ilusión; tendrá que aguardarme un poco porque los olivos tienen más prisa en madurar sus frutos que hay que recoger verdes. No hace mucho frio aún, pero al llegar la noche, la brisa cambia y apetece, sensación maravillosa y placentera del cambio de estación, ponerse una chaquetilla o usar una manta ligera para cubrirse a la hora de dormir. Madrugamos, parece un día soleado,  no obstante, se perciben nubes oscuras que acechan por el horizonte. Los abuelos se quedan en casa, ya han trabajado bastante el campo. Nos colocamos ropas de faena, telas inservibles para el uso cotidiano por lo ajadas que funcionan perfectas para la nueva vida que las labores agrícolas les han dado. Desayunamos, preparamos algunas viandas a modo de merienda, y corremos a montarnos en el remolque, una vez colocadas las cajas que volverán llenas de preciosos frutos verdes.  El camino es una fiesta. Nos divertimos con los botes y saltos que los caminos rurales y el tractor, con su marcha tediosa, exageran particularmente. Exageramos también, los movimientos  de nuestros cuerpos, los gestos y las interjecciones de sorpresa y dolor, al compás de cada bache. ¡Huy, ay, pum, ah, hala, eh!, gritamos mi hermana y yo;  entre carcajadas pasamos la travesía mientras papá y mamá nos observan con una sonrisa en la cara, contentos de que aún, podamos disfrutar como niñas.  Llegamos al olivar que nos recibe con una suave brisa y el sol todavía luciendo. Repartimos las cajas y para animar la faena, bastante ardua, decidimos hacer una competición. Formamos dos grupos, mamá y mi hermana; papá y  yo y nos retamos orgullosos a recoger mayor número de cajas. Trabajamos animosos colgando de nuestros hombros los cestos. Una escalera por pareja para llegar a los lugares más altos y la técnica del ordeño eficaz para la tarea, fatal para las manos que siempre terminan terriblemente arañadas. Las primeras horas pasan volando entre piques competitivos, charlas y movimientos  veloces de manos. Después, empieza a aparecer el cansancio. Se van agotando las conversaciones y para animarme me pongo a cantar. No me  importa que me escuchen los cazadores u otros vecinos laboreros que anden por la zona. Mi madre me anima y me sugiere nuevas propuestas musicales. La música me inspira y renueva el esfuerzo. Canto sin parar hasta que me duele la garganta y mi padre me pide, por favor, que no continúe con mi repaso al género folklórico español. Hacemos un descanso. Mi momento preferido. Sentados sobre la tierra árida, amontonada en terrones o sobre algún asiento improvisado hecho con alguna piedra de pizarra o guijarro, calmamos la sed y el cansancio. Pan con chorizo o queso, agua, y si quedaba por casa, algún melón tardío. Se escuchan entonces los sonidos del campo, algún trinar de pájaros, un zarzal cercano  que se mueve con el estruendo de algún animalito que se esconde entre sus ramas, el viento entre las encinas. Aromas a tierra seca, jaras, olor a otoño.
Terminamos la jornada cansados con la competición, no hemos tenido la precaución de vigilar nuestros progresos y no hay manera de saber quién ha cogido más cajas. Discutimos dando argumentos incontrastables sobre quiénes han sido más rápidos. Aunque ya sabemos que poco importa. Es la hora de comer y regresamos a casa. Mientras papá recorre las hileras de olivos con el tractor, nosotras vamos subiendo las cajas llenas. No son muchas, pero suficientes para un mañana de trabajo. Montamos pero ya no estamos dispuestas a alardear de tanto rebote y bote del trazado. Por el contrario, el camino de vuelta es más tranquilo intentando que las cajas se mantengan en su lugar con su verde contenido. Estamos sucios, mi pelo cubierto de hojas de olivo, mis manos arañadas, sudor, tierra, manchas de aceitunas machacadas sin querer por las manos. Llegamos a la cooperativa y nos encontramos con otros vecinos que aprovechan el día, que se va nublando ya, las nubes del horizonte se han acercado hasta el pueblo, para acariciar como nosotros, las ramas de los olivares. Charlamos sobre la faena compartiendo inquietudes, descargamos y pesamos nuestro esfuerzo matutino.  En casa nos esperan los abuelos y la comida caliente que la abuela ha preparado. Cocido, una rica y reconstituyente sopa con artolana, chorizo y tocino de la matanza. No puede haber un almuerzo mejor para después del trabajo. Un ducha de agua bien caliente, otra vez un chándal calentito y empieza a llover. Se dan las condiciones idóneas para disfrutar de la mejor siesta del mundo. Digestión del cocido, sonido de lluvia, descanso para el cuerpo, recompensa para el duro trabajo. ¡Cómo echo de menos estos días!
                Principios de Noviembre, empieza por estas latitudes un tímido, muy tímido otoño. Es un día gris, el cielo gris y el mar gris. No llueve pero hace viento. Aunque las temperaturas han menguado un poco, son todavía bastante elevadas como para usar tirantes y llevar los pies descalzos, por lo menos, dentro de la casa. No hay nada que hacer. Es domingo y veo la televisión. Quisiera asomarme a la ventana y oler el pasto húmedo, reconocer los colores de mi otoño, pero no, sólo veo edificios manchados por el hollín de la carretera cercana, nada de ocres, naranjas, amarillos, marrones. Nada de jaras, olivos, frio apetecible, ni rastro de las sutiles señales otoñales. Físicamente no hay señales que me lleven a esa estación pero mi alma está llena de todas las sensaciones que el otoño del pueblo ha dejado impreso en mi memoria. Quisiera estar allí y tan sólo sentarme al cobijo del brasero mientras escucho fuera, el sonido de un invierno que se acerca.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Verano del 95. ¡No había ningún lugar mejor en el mundo para pasar las vacaciones que el pueblo! 18 años recién cumplidos, una vida entera por delante. COU y Selectividad aprobados con buena nota; la matrícula de la universidad hecha. Agosto por delante, para disfrutar, reír, enamorar, nadar. Mis amigas veraniegas dispuestas. Pantalones cortos, vestidos de flores, bikini, sandalias planas y maquillaje. Perfecto plan. Allí estábamos las cuatro locas de siempre preparadas para ponernos el mundo por montera. Nos encontrábamos a finales de julio o principios de Agosto, cada una venía de un sitio diferente del país. Yo estudiaba fuera y ellas eran hijas de inmigrantes que volvían, de nuevo, un año más, a ver a los abuelos y a disfrutar de la libertad que el pueblo nos brindaba. Aquel verano iba a ser uno más de los tantos que habíamos compartido y de los que nos quedaban por compartir. Un verano lleno de locuras, ligues, alguna que otra borrachera, fiesta y fiesta. No había otra cosa en la que pensar. Para mí,  nada mejor, en aquellos momentos, que saborear al máximo la juventud. Compartir los días y pensamientos con mis amigas era el bálsamo perfecto para cualquier cosa mala que pudiera haber pasado durante el año y el frío invierno. Nuestra amistad era especial en estos meses. No viajábamos, ni deseábamos grandes cosas, sólo saboreamos las altas temperaturas bañándonos en la piscina mientras cuchicheábamos sobre algún chico guapo. Tomábamos café con hielo en el bar, veíamos alguna película y nos arreglábamos con toda la ilusión frente al espejo, atusando nuestras esperanzas en una noche de verano cualquiera. El tiempo no era suficiente, las noches se nos hacían cortas entre tanta diversión. Mi pequeño pueblo recuperaba la población y la animación. Se transformaba por la magia que le daban sus gentes. O yo lo veía así. No podría imaginar mejor lugar. No necesitaba playa, ni chiringuitos. Me bastaba saber que estaban mis amigas, que el que, consideraba el amor de mi vida, me miraría una noche cualquiera y me diría algo…
Por las tardes, sentadas sobre el verde césped de la piscina, hablamos del futuro: ¿Quién se casara primero de nosotras, quién tendrá un hijo primero, dónde trabajaremos, con quién compartiremos nuestras vidas? Nos reíamos dando respuestas poco esperadas a estas preguntas y hacíamos la misma promesa, verano tras verano: - Volveremos al pueblo, compartiremos nuestros veranos como ahora, volveremos, siempre volveremos-  Y al llegar septiembre, lágrimas de despedidas, promesas renovadas de tener nuevas vacaciones compartidas, rememorando momentos ya vividos, alentados por la canción de nuestros recuerdos. Año tras año, miles de segundos juntas, miles de sensaciones, miles de recuerdos, risas, crecimiento, sueños…
Verano tras verano intentamos cumplir nuestra promesa. Pero la vida nos lo va poniendo difícil. Los abuelos ya no están para ir a visitarlos, los trabajos no nos permiten vacaciones a la carta, algunas vivimos muy lejos;  queremos conocer el mundo, el pueblo ya no es aquel lugar maravilloso lleno de diversión, parece que al crecer, lo vemos de manera diferente y ya no somos cuatro…
Mi amiga enfermó cuando yo llevaba unos dos años viviendo aquí. Hacía tiempo que no la veía, porque ambas habíamos roto la promesa de volver al pueblo en verano. La noticia fue como un jarro de agua fría para mí. No podía entender cómo alguien tan joven podía padecer una enfermedad tan horrible. Me acordaba de los momentos en los que ambas habíamos planeado un futuro lleno de posibilidades para nosotras. Pero esto nunca estuvo en nuestros planes. Desde la distancia, tenía sentimientos encontrados. No estamos preparados para enfrentarnos a estas cosas y no sabemos qué hacer, qué decir, cómo ayudar. Quería saber de ella, pero no me atrevía a llamarla, por miedo a no saber cómo animarla, o tal vez, por pura cobardía. Me sentía impotente y egoísta por no estar cerca de ella. Al fin, la llamé en diferentes ocasiones pero no me cogió el teléfono. Respeté su decisión y su silencio pero estaba informada de todo por las noticias que mi familia me daban sobre su vida. Pasó como un año hasta que pude, saber de ella por su propia voz. En este tiempo, me preguntaba cómo se sentiría, cómo estaría enfrentándose a todo. Sé que no dejó de trabajar pese al duro tratamiento, que se casó con toda la ilusión del mundo con el chico que yo conocí años atrás. Que luchó todo lo que pudo.
Mi amiga murió hace dos años, una noche de agosto. Yo estaba en el pueblo y pensé en aquellos agosto en los que soñábamos nuestra vida. Una noche de agosto cualquiera soñábamos con tiempos felices; una noche de agosto, la enfermedad le arrebató los suyos. Fui a casa de sus abuelos. Entre lágrimas me contaron y enseñaron fotos de sus últimos años. En todas estaba hermosa y sonriendo. Comprendí por sus palabras que mi amiga luchó hasta el último instante, que aprovechó sus días, pese al dolor de la enfermedad. Aunque la tristeza no daba tregua y las lágrimas hacían un nudo en mi garganta, me sentí orgullosa de ella, de haber sido su amiga. Sólo sentí, en la última conversación que tuvimos, no haberle dicho que siempre la llevaré conmigo, que siempre recordaré los buenos ratos, las risas, las fotos, las sevillanas que me enseñó a bailar.
No sabemos cuándo nos llega el momento de abandonar esta tierra. Con enfermedad o sin ella, todos estamos andando en un sutil equilibrio que nos hace decantarnos, en segundos, entre la vida y la muerte. La enfermedad se supera, en muchísimos casos que conozco, pero lo más importante es superar el miedo, es superar la ansiedad de pensar en el futuro y vivir cada segundo cómo si fuera el último, saboreándolo, como lo hacíamos en aquellos veranos. Sé que debe haber instante de desesperación, de desconsuelo, en los que sé desea tirar la toalla de puro cansancio, mas también sé que hay esperanza, esperanza de vida y dicha entre tanto dolor. Lo vi en las fotos de mi amiga que me enseñaron sus abuelos; en sus ojos había felicidad, había optimismo, había vida. Pienso a veces, que a pesar de que nadie quiere la enfermedad, deberíamos saber, que estamos todos a sus expensas y que , en la salud, deberíamos aprender de algunos enfermos, como de las mujeres que he visto hoy en el reportaje, llenas de coraje e ilusión, como mi amiga, que luchó por ser feliz hasta el último segundo. Deberíamos aprender que la muerte forma parte del camino para, así, poder disfrutar más de él, porque al fin y al cabo, nadie sabe lo que puede pasar mañana. Siempre hay esperanza, siempre hay días de sol.
Dedicado a mi amiga María José; ella sigue viva en mis recuerdos. También a todos los que han sufrido o sufren la enfermedad. Siempre hay días de sol. También para los que están sanos, no esperéis a estar enfermos para luchar por la vida.



domingo, 16 de octubre de 2011

Me conformo.

Conformismo: Práctica de quien fácilmente se adapta a cualquier circunstancia de carácter público o privado.
Conforme: Satisfecho, feliz, resignado.
Resignación: Conformidad, tolerancia y paciencia en las adversidades.
Mi vida está bien. Trabajo en una empresa, desde hace 9 años, que no ha notado demasiado la crisis. Tengo contrato indefinido y estoy contratada por lo que estudié. No soy mileurista; aunque a mí me parece un sueldo normalito, comparado con la situación actual, no está mal. Vivo de alquiler, no tengo grandes deudas, ni coche, ni hijos. No tengo hipoteca, ni letras que pagar. No viajo tanto como quisiera, pero mis vacaciones siempre me llevan a coger un avión. Tengo pareja estable, amigos que me quieren y a los que quiero, mi gente está bien de salud y yo también. Muy de vez en cuando, puedo darme algún capricho. Tengo unos padres maravillosos que me apoyan y ayudan siempre; una familia política muy buena con la que me llevo fenomenal. Tengo para comer, para vestirme, para divertirme algo…en fin, quejarme sería demasiado egoísta por mi parte, mi vida está bien. Estoy conforme, resignada, que por mucho que diga el diccionario, no sé si es lo mismo que estar satisfecha y feliz. Lo siento por los que están peor que yo, sé que hay muchos…voy a quejarme. Me siento apática, no me gusta para nada la palabra resignada. He visto a mis padres luchar cada día y los he escuchado decir y decirme, igual que a mis mejores amigos: - No te conformes. Para mí, quería otros atributos, el conformismo, tal y como lo veo, me parece incompatible con la idea que tenía para mi vida, años atrás. Es cierto que esta palabra también lleva implícito, un matiz de adaptabilidad, con el que sí me identifico, ya que, en general, me considero una persona capaz de disfrutar con lo que la vida me va dando. En lo que no estoy de acuerdo es en que la vida nos dé nada; más bien pienso, que la vida está esperando a darte lo que cada uno sea capaz de conseguir. Me veo dentro de un sector de la población que critico: mi generación, españolitos de a pie, de 30 y pico, nacidos con la Democracia y el Estado del Bienestar, formados en universidades que probaban nuevos planes de estudio. Dicen que no lo hemos tenido fácil, pero yo no lo creo, me parece que lo hemos tenido demasiado fácil y que tenían demasiado expectativas con nosotros. Y nosotros, formados, lectores, conocedores de la música, el teatro, los viajes, los idiomas y la informática… hemos ido creciendo a la sombra de nuestros padres, empeñados en que fuéramos licenciados, en colocarnos como funcionarios, en asegurarnos un buen sueldo fijo y comprarnos una casa. Pusieron en nosotros la responsabilidad de hacer lo que ellos no pudieron, lo tuvieron más difícil que nosotros, pero consiguieron mucho más. Mi padre nunca estudió una carrera universitaria pero siempre tuvo un sueldo infinitamente más alto que el mío, para poder pagarme la carrera, los caprichos, las salidas nocturnas y viajes que él nunca tuvo. Mi madre nunca trabajó fuera de casa, antes de casarse sí, para tenerme la ropa lista, la comida hecha, para que yo saliera, me divirtiera con 20 y pico, cosa que ella nunca hizo, porque ya era madre. Los dos, me escuchaban y aconsejaban, me escuchan y me aconsejan, sobre novios, viajes, trabajo, diversiones que ellos nunca tuvieron para que yo pudiera tenerlos. Tienen casa propia, negocio propio, coches propios que yo todavía no tengo, a pesar del esfuerzo que han hecho… pero tengo una vida mucho más cómoda de la que ellos tuvieron; una vida mucho más cómoda, pero no sé si más feliz. Hemos crecido con la esperanza de que podíamos hacer algo grande, de que teníamos a nuestro servicio el mundo entero. Pero no insertaron en nuestro ánimo, ni nuestros padres, ni “papito Estado”, que algo podría ir mal, que nuestros sueldos no iban a ser tan buenos como pensábamos, que una crisis se acercaba acechando nuestros altos sueños; no, no nos animaron a emprender nuestras propias empresas, nos animaron a tener sueldos fijos, a ser funcionarios estables y aburridos, a tener un pisito, un cochecito, algún viaje y un status social acorde a nuestra formación, a vivir de cara al escaparate social, a fingir que nuestra vida es genial, (no hay nada más que mirar las fotos del facebook)… Tengo un trabajo estable de lo mío, trabajo que no me gusta nada, que me hace sentir frustrada y, a veces, absurda malgastando mi inteligencia, sé que podría dar mucho más, sé que podría tener algo mucho mejor por el mismo sueldo… ¿pero cómo voy a dejar algo fijo en estos tiempos que corren? Después de todo, no está tan mal. (Me digo a mí misma, con mi habitual conformismo) No quiero posesiones, ahora con lo de esta famosa crisis, me siento totalmente afortunada de que la hipoteca no me asfixie, no quiero casarme, ni tener hijos aún. Pero por la presión social,  que hasta hace un tiempo me agobiaba, parecía que era propio de mi edad tener ya alguna posesión, plantearme la descendencia, un estatus más aceptable. Lo único que quiero es tener una vida acorde a mis expectativas que no eran, ni nunca ha sido lo que ha marcado para mí la sociedad, no quiero ser una conformista amorfa en un mundo de apariencias; pero ahora mismo, lo soy y no me gusta. No quiero que mi vida esté bien, quiero que mi vida sea excelente. Conozco gente que ha roto con todo y con todos, con una vida que les agobiaba, con una rutina tortuosa. Estaban conformes, resignados, metidos en un círculo de bienestar aparente, pero estaban grises, apagados, opacos, dejándose llevar por un ritmo que no era suyo. Rompieron con el escaparate que les envolvía y ahora están llenos de color, felices, satisfechos, menos cómodos, sí, pero llenos del fulgor que da disfrutar de la vida. Me quejo porque no hago más que caminar al son que mi entorno me va marcando y porque no tengo el valor suficiente como para romper con todo lo que no me gusta, porque me da miedo  perder mi sutil estabilidad. Me conformo pero no estoy satisfecha…y quiero estarlo de una vez. Veo españoles por el mundo, y me lleno de envidia… veo reportajes de viajes  y me quiero hacer fotógrafa del National Geographic, estudiar piano, plantar un huerto, hacer mi propio pan, preparar cenas y fiestas en mi jardín de ensueño para mis amigos, de mil lugares distintos del mundo. Bucear en aguas del mar Rojo o el Caribe, montar en globo, perseguir una tormenta, pintar cuadros, nadar con delfines, emborracharme en la noche de Berlín, vivir una temporada en el Soho de New York, componer canciones a guitarra, comprarme un telescopio para mirar las estrellas, escribir libros, irme de cooperante a África, crear una asociación cultural que anime a los jóvenes en mi pequeño pueblo, navegar en barco, crear un programa revolucionario que ayude a mejorar alguna enfermedad, abrir un restaurante, hacer el amor en mil lugares diferentes del mundo, recorrer Europa en tren, hacer un crucero fluvial por Francia, montar una empresita cualquiera relacionada con lo que me gusta. Disfrutar de la naturaleza, del mar, de mi familia todo lo que pueda, ser feliz, no conformarme. Pensareis que tengo unos sueños un tanto idealistas, que soy una inmadura… pero estas son las cosas que realmente quiero hacer. No sé si seré valiente y me quedaré apaciguada en mi tranquila vida bien de conformismo. Sé que algunos compartís sueños conmigo aunque no lo digáis, aunque no os atreváis a soñar porque vuestra estabilidad cómoda os lo impide; yo soy una más pero me gustaría luchar por conseguir que mi vida sea como yo quiero y romper  con fuerza mi círculo de conformismo. ¿Por qué no? Ya os iré contando…

domingo, 9 de octubre de 2011

Para que no me olvides, segunda parte.

Tiene tres hijos y cuatro nietos. Se casó con un buen hombre al que quiso mucho,  aunque no le amó. Un hombre al que no le importaban las convicciones de la época que la dejó desarrollarse como persona y como mujer, porque, según cuenta, tenía muy poco carácter como para ponerse a pelear; era demasiado tranquilo y sosegado como para llevarle la contraria, noble y cariñoso, buen padre y amigo. Las pasiones se quedaron dormidas el día que el caballero de la foto decidió abandonarla. Se conocieron cuando ambos estudiaban en la universidad. Elvira, tras superar el periodo de formación que el mecenas liberal le había brindado, consiguió un nuevo trabajo de mecanógrafa y se emancipó de su cobijo señorial. Con todo el esfuerzo del mundo, el poco dinero, la lucha diaria por superar las trabas sociales, económicas e, incluso, legales que el régimen dictatorial imponía a las mujeres, pudo matricularse en enfermería.  Y en esos años, un estudiante de medicina, le robó el corazón y algunos sueños. Su idilio fue romántico, apasionado, pero no pudo superar las exigencias morales de aquellos tiempos. La familia del joven no estaba dispuesta a admitir a Elvira en su círculo cerrado de rancio abolengo. Una mujer sola, libre, que trabajaba fuera de casa y que no tenía ninguna intención de “bajar las orejas” ante los cánones, presiones e hipocresía reinantes, era  lo peor que podría ocurrirle en esta sociedad, a una familia que intentaba poner lo más fuera posible de su alcance, cualquier escándalo.  El caballero de sonrisa afable y traje de sastre, no pudo soportar la presión, -porque no la quería suficiente-  y se despidió de ella, diciéndole al oído que la querría siempre,  deseándole la felicidad que de esta manera, le estaba arrebatando.  Elvira lo sobrellevó con estoico orgullo; aparentemente, este dolor la hizo ser más fuerte,  pero dejó una cicatriz que la sigue acompañando. Cuando tiene un día malo, un día de esos en los que su enfermedad se presenta cruel, el entorno y las personas de su alrededor nos volvemos opacas y grises y sólo consigue acordarse de aquel hombre, de aquella pasión, de aquellos viajes.
Terminó la carrera y comenzó a trabajar en un hospital. Uno de los muchos pacientes a los que tuvo que dar cuidados, estableció una relación de cercanía especial con ella. Hablaban de libros, de gustos comunes y hasta algunas veces, de política entre susurros. Ella sabía bien que un hombre capaz de respetar y escuchar las opiniones de una mujer, era un hombre diferente y digno de respeto. Entre cuidados y charlas fraguaron una amistad sincera que mantuvieron una vez dada el alta. Paseaban por el parque, tomaban helados, compartían opiniones, desvelos, bailes...grandes amigos hasta que él le propuso matrimonio. Él siempre respetó su espacio y que ella trabajara, que se sacará el  carné de conducir, que se fuera con algunas amigas al cine, que leyera cantidades de libros, que pintara cuadros, otra de sus aficiones y que compartiera todo esto con el cuidado de sus tres hijos. Tuvo suerte, después de todo, comentaba, tuvo un mecenas que la ayudó a estudiar y otro, que la ayudó a vivir. Su marido murió demasiado pronto y con tres hijos en plena adolescencia, superó con éxito todos los nuevos retos a los que se tuvo que enfrentar una vez más. Afortunadamente, los tiempos iban cambiando. Hoy duda sobre su faceta de madre. Sus hijos están todos bien, con sus trabajos y sus nuevas familias formadas, gracias a ella. Comenta que no los trajo al mundo para que la cuidaran, que siempre intentó hacerlos libres, independientes y no ser un obstáculo para su evolución. Por eso decidió, en cuanto le diagnosticaron la enfermedad, vender sus posesiones, aprovechar sus ahorros y buscarse una buena clínica en la que la ayudaran a mantener vivos sus recuerdos. Sus hijos, al principio no estaban de acuerdo con la decisión, pero la aceptaron. La visitaban a menudo y compartían con ella fines de semana. A medida que fue pasando el tiempo, fueron espaciándose las visitas. Me pregunta si sus hijos habrán recibido poco amor, una educación incompleta, porque los crió para ser libres, pero no inconscientes, no irresponsables, no desagradecidos… ya apenas la visitan. Parece que la enfermedad de Elvira ha hecho más mella en ellos; han preferido olvidarla antes de que el olvido se los lleve. Se da cuenta y sufre aunque lo asume con tranquilidad. Quiere retirarse serena y poner todo su esfuerzo en recordar. Desde que llegó al centro, no hecho otra cosa que ayudar a los demás; dice que lo hace de una manera egoísta porque prefiere sentirse útil, prefiere sentirse enfermera que paciente. Participaba en todas las actividades llenando de humor y risas a los que la rodeaban, a otros enfermemos como ella.  Tenía la consciencia suficiente como para reírse de su desdicha y se inventaba nombres  nuevos para las cosas que no podía nombrar y escribía continuamente retazos de su historia en cualquier folio que me hacía leerle para mantener cercanos las cosas de las que no podía olvidarse. Algunos enfermos de Alzheimer tienen momentos, en los que la evolución de la enfermedad y los efectos de esta sobre sus doloridos cerebros, los hace manifestarse malhumorados y en ciertas ocasiones, hasta agresivos… A Elvira nunca le pasó. Simplemente perdía la mirada chispeante y se quedaba sentada con los ojos en un punto fijo. Yo la dejaba tranquila porque tenía la sensación de que en  estos momentos, estaba descansando y que, de alguna manera, repasaba su vida en silencio, porque a veces, la veía sonreír. 

Elvira me pedía que escribiera su historia, que completara los recuerdos vacios,  que le sacara fotos… Lo más duro de la enfermedad no es olvidar, es dejar de ser quién eras y que así, también te olviden. Lo único que no nos pueden quitar son los recuerdos, las vivencias y a ellos se les van de pronto, de un plumazo. Y con ellas se van también sus esfuerzos, sus luchas, sus amores,… también los momentos tristes, las malas experiencias, los llantos, las penas, el aprendizaje. Retornan a un estado primigenio en el que nada importa ya porque nada tiene sentido, en un mundo oscuro, vacio, sin luz, sin señales de lo que fueron… De sus alegrías y sus penas, de los que les hizo ser personas. ¡Qué enfermedad tan cruel que va quitándote poco a poco tu esencia! Sin embargo, entre tanto dolor, ahora entiendo el significado de las palabras que me dijo el primer día. He llorado mucho, aún  intentando no hacerlo pues es mi trabajo; me cuesta mucho no sentir su dolor e impotencia, pero he reído más, con el buen humor de Elvira, su contagiosa vitalidad y cómo se la transmitía a los demás pacientes, haciendo de lo negativo un motivo para inventarse un nuevo mundo hecho a medida, utilizando la música, la pintura, la literatura, para crearse un universo que complaciera a su vago cerebro. Es increíble ver como en fases muy avanzadas de la enfermedad, cuando ya apenas quedan señales de las personas que fueron, cuando ya apenas recuerdan si quiera sus propios nombres, puedes encontrar detalles de humanidad entre tanto olvido. Se mueven al son de la música, tararean canciones, se abrazan y besan, sonríen… yo les veo, les sigo viendo cómo eran, encuentro en sus ojos miles de historias que ya no me pueden contar. Se pierde sí, los recuerdos, el habla, el aprendizaje, pero no se pierde el espíritu, el alma porque todos reacción ante el cariño y la risa, ante las muestras de cercanía. No saben quiénes son, no saben quién eres, pero te sienten y contestan a tu cercanía con lo que les queda; una mirada, un leve gesto, una sonrisa o una canción son para mí suficientes muestras de que siguen estando ahí.
Allí estaba, sentada en su sillón de mimbre, oteando el otoño abrumador de su propia vida, en un profundo silencio reposando en sosegada calma. Me acerqué y me arrodillé a su lado sin decir nada pues ya no hacían falta palabras. Le acaricié el pelo y las mejillas intentando reconfortarla como se reconforta a un niño que llora; no reaccionó. Me mantuve a su lado un rato, para  que sintiera mi presencia, para que sintiera que no estaba sola. Para sentir que yo tampoco estaba sola. Me levanté, besé su frente y cuando estaba dispuesta a dejarla en su letargo, soltó sus manos entrecruzadas, agarró las mías y me dio el retrato que con tanto mimo guardaba, el de ella en su juventud acompañada de su elegante caballero, me miró a los ojos, nuevamente chispeantes y susurró:- para que no me olvides-. Cerró los ojos y se fue a descansar dando muestras de que nunca perdió su preciosa esencia de vida.

viernes, 7 de octubre de 2011

Para que no me olvides, primera parte.

Allí estaba, en un rincón de aquella extraña estancia, sentada en una silla de mimbre, con las manos entrecruzadas, la mirada pérdida, fija en algún recuerdo de antaño, oteando el parque cercano a través de los ventanales empañados. Su antigua melena negra lucía hoy recogida y escasa en un escaso y blanquecino moño. Su piel, llena de pliegues, aún conservaba cierto brillo, quizás matizado por la luz amarilla que inundaba la habitación; un otoño demasiado temprano, muchas hojas naranjas alfombraban el camino de entrada al parque que se divisaba desde allí y que hasta hace poco, resplandecía con un verde brillante;  un otoño abrumador, latente, rápido, alumbraba la escena como una metáfora. Ella no era consciente de mi presencia, como tampoco lo era ya de tantas cosas; el leve fresco de la tarde era atenuado con una mantita de lana que le cubría las rodillas y una chaqueta de cachemir que alguien habría tenido la gentileza de colocar sobre sus hombros sutiles; parecía que su ligero y delgado cuerpo ya no podía sostener más peso que el de sus propios huesos; un peso más sobre sus hombros, un peso más… 
Conocí a Doña Elvira una mañana de Mayo, 5 años atrás. Entonces, su pelo no era tan blanquecino, ni su piel tan arrugada, ni su figura tan tenue. Era una mujer, que a pesar de sus años, 67 recién cumplidos, transmitía mucho de vitalidad y frescura. Fue la primera en acercarse a darme la bienvenida en mi primer día. En seguida pude ver en ella y en sus ojos vivarachos, una luz especial, un vitalismo diferente. Sus ojos negros, maquillados, con pocas pestañas, pero largas, con sus párpados apesadumbrados por la gravedad y por los años que ella se encargaba de poner firmes abriéndolos bien, sus ojos negros, chispeantes y efervescentes te sonreían sin necesidad de mover los labios. Esa cosas que raramente pasan, enseguida hubo una conexión entre nosotras. Se acercó a mí y me dijo: -¡qué linda eres, niña, bienvenida a mi casa, vas a aprender mucho de nosotros, a llorar mucho y a reírte más!-  Pensé que seguramente tendría razón aunque entonces sus palabras no tuvieron el sentido que tienen ahora para mí.
Es posible que esa conexión invisible que surgió entre nosotras fuera la responsable de que Doña Elvira buscara mi compañía en nuestros ratos libres; he de decir, que yo hacía lo mismo porque me hacía mucho bien y me resultaba muy agradable escucharla contar historias de su vida. Elvira, como, por fin, me obligó a llamarla- (sin el Doña por favor, que el Doña ya no me vale) se fue con apenas 15 años de su pueblo castellano. Su tía se la llevó a “servir” a una casa de ricos. Nacida cuando terminaba la Guerra Civil, en su pequeño pueblo de Palencia, poco había que hacer ya, poco había que comer en la postguerra y mucho que sufrir. Y aunque ella poco quería servir a nadie, no dudó en buscar una mejor vida en la capital haciendo lo que le habían enseñado desde siempre, limpiar y limpiar, aunque sus sueños siempre habían sido otros. El señor de la casa, afamado empresario de aire liberal pero amigo por interés del régimen, era un gran amante de la cultura y todas sus facetas y, posiblemente por una alguna vocación frustrada de enseñante, tenía a bien enseñar a sus empleados a leer y escribir. Elvira fue una alumna aventajada y el señor no dudaba en prestarle libros. Al principio su cerebro se resistía al aprendizaje y terminar un texto se convertía en una tarea más ardua que las propias faenas de la casa, pero después de un tiempo, ella devoraba los ejemplares con curiosa avidez. Tan bien trabajaba para no defraudar al amo de la casa y tanto leía, que el señor con alma de mecenas y saltándose cualquier crítica de la sociedad de la época, decidió hacer de ella su propia Galatea y dotarla de una formación, académica y social. Como pago de la formación que estaba recibiendo, Elvira seguía trabajando en la casa del señor, sin recibir sueldo.
A veces, entre historia e historia, tenía que hacer una pausa y tomarse un rato para sosegar el peso de los recuerdos, recuerdos, que permanecían aún vivos en su memoria, pese a que, en ocasiones, carecían de detalles.  Me enseñaba fotografías que guardaba con un celoso mimo, ajadas por el paso de los muchos otoños, muchas en blanco y negro, algunas en color. Para ella, las más cercanas en el tiempo, tenían menos tonos cromáticos, estaban más borrosas que las más antiguas, a pesar de ser al revés para el que las contemplaba. En una de ellas, se la veía jovial agarrada del brazo de un apuesto caballero. La melena negra azabache, cortada a la moda de la época, con unas suaves ondas, un vestido oscuro, con falda amplia por debajo de la rodilla, adornado en la cintura con un lazo, guantes y un pequeño bolso a juego con los zapatos de tacón, no muy alto. Una sonrisa amplia, dichosa y un lunar al lado de la boca que no logro encontrar en su aspecto actual. El caballero, traje de línea sastre, más claro que el de ella, corbata oscura, bigotes prominentes, ojos sinceros y afables, sombrero  cogido en la mano, levantada sobre la cabeza, como quién quisiera hacer una reverencia o un cortés saludo, joven igual que Elvira. Detrás de ellos, una verja alta de hierro forjado con multitud de filigranas, una jardín en segundo plano, una fuente y a lo lejos, un edificio antiguo y señorial. Un viaje a Sevilla fue testigo del retrato de los dos amantes, ella y el hombre que robó su corazón, su gran amor, como cuenta melancólica pero feliz. Me dice más tarde, que el caballero del sombrero no es el padre de sus dos o tres hijos, no recuerda bien, si son dos hijos o tres los que tiene; suelta una gran carcajada, me agarra del brazo y me dice entre risas:-  no le digas a mis dos o tres o cuatro hijos que no sé cuántos son, no vayan a creer que se me olvidó alguno en algún lugar-  No puedo evitarlo y su risa me contagia. Durante un rato, no paramos de reír.