domingo, 28 de agosto de 2011

Cuando llego al pueblo.

Allá, entre las colinas bordadas por el sol del atardecer, se perciben, a lo lejos, las sombras del campanario. Llegar a aquel pequeño pueblo en la estribaciones de la Sierra , al despuntar de la noche, es un espectáculo soberbio de la naturaleza. El cielo se tiñe de maravillosos colores estivales que le aportan a la imagen una gama de tonos naranjas, violetas, rosados… que transportan al espectador a un cuadro de Monet. Las estrellas tintinean, tímidas aún; parece que estuvieran intentando guardar su fulgor, para no eclipsar los colores de la tarde. Las siluetas de las casas, se entrecortan entre los olivares, y por fin, a medida que mengua la velocidad del coche, allí están: pequeñas casitas blancas, paseos salpicados de naranjos, bullicio de gentes alrededor, música animada de fondo. La villa me recibe con los brazos abiertos; conocidos y amigos me saludan al pasar, con una expresión de alegría, reconciliando el tiempo que ha pasado, otras vidas y otros lugares, con un simple movimiento de muñeca y una sonrisa. Estoy en casa, en el lugar de siempre, en un pequeño reducto de paz. Hace calor, las temperaturas, a pesar de que el día llega a su fin, no dan tregua. Noto entonces, la piel húmeda y el cansancio del viaje. El asfalto recuerda el acoso del sol desde las primeras horas del alba. Un corrillo revolotea en torno al zaguán de mi casa; haciendo uso de las costumbres rurales, se sientan en sus sillas compradas a granel en los mercadillos del viernes, para respirar el leve y discontinuo aire fresco del anochecer. Comentan ociosas, el devenir de algunos vecinos, gritando a los cuatros vientos las pormenores de las vidas ajenas, haciendo público lo privado, ignorando la virtud de la discreción. Yo, como recién llegada, no me libro de sus apreciaciones, y aguanto con soltura y educación sus comentarios descarados sobre mi aspecto, vida, pareja, trabajo… entre achuchones, pellizcos de moflete y pequeños besos repetitivos, soltados bruscamente como si fueran disparos de ametralladora. Me reconforta esta estrepitosa manifestación de cariño de estas mujeres curtidas por el trabajo y el tiempo, que ve han visto crecer; a pesar de que sus lenguas no ponen límite alguno a las criticas, su alegría me parece sincera y me siento, una vez más, acogida entre ese especie de código intrínseco que nos confiere el sentirnos de un determinado lugar.
Por fin, consigo zafarme del corrillo vecinal, y arrastrar mi equipaje hasta el interior de la casa. De repente, me golpea el olor de mi infancia y me hace retroceder en el tiempo. Me quedo quieta, intentando guardar y retener en mi memoria, todos los matices de ese olor, al que se van asociados miles de recuerdos: el azahar, la humedad, pimientos fritos, jabón casero, vino añejo…entonces, cierro los ojos y me veo a mi misma como una niña, riendo a carcajadas por la casa y recuerdo a los que ya no están. Se apodera de mí la nostalgia y la pena de no poder abrazar ya, a algunos de mis seres queridos, pero intento no dejarme llevar por el dolor, y vuelvo a sonreír, rememorando los buenos momentos. Recobro el aliento y distribuyo por mi habitación mis posesiones adueñándome del espacio, para que, así, de pronto, parezca que siempre han estado allí, que nunca me he ido. Paseo por cada estancia de mi hogar, como hago siempre, intentando adivinar algún cambio o, como queriendo comprobar, que todo está tal cual lo recuerdo. Me acomodo y bebo agua. Está fría y tiene un cierto sabor a hierro; mis sentidos se despiertan, y decido quedarme un rato al cobijo del zaguán, para ponerme al día de las últimas novedades del pueblo. Charlo animadamente, río, escucho… pero el cuerpo se resiente y empieza a exigir descanso. El sueño manda entonces, frente al anhelo de compartir y me retiro a mi cuarto. Me meto en la cama con sábanas de lino, pero el silencio abrumador de la noche, no me deja lanzarme a los brazos de Morfeo; el bullicio de la ciudad, sirve a veces, como arrullo para el insomnio. Abro la ventana, y me dejo acunar por el croar de las ranas y el murmullo lejano de los grillos. Ya estoy en casa, y al fin, descanso feliz.
                                                                                                           10 de Julio de 2009.

sábado, 27 de agosto de 2011

Algún desconocido.

Día tras día, la rutina nos lleva a trazar pautas de comportamiento. Hacemos los mismos trayectos a las mismas horas; compramos el pan en el mismo sitio, paseamos a menudo por las mismas calles, repetimos, una y mil veces, los patrones de nuestro quehacer cotidiano. Y además de tiempo y espacio, coincidimos también con los mismos rostros, con las mismas caras, con distintas personas, que comparten con nosotros ritmos y monotonías. De todas esas personas, algunas se te hacen tan familiares como el propio autobús o la misma calle, forman parte de tu decorado, parecen estar puestas a propósito,  acompañando las situaciones, para que todos estos movimientos, cuasi automáticos, te resulten más humanos. Forman parte de nuestra escenografía al igual que los extras del cine dan relevancia a una escena o ayudan a hacerla más real. Y sin embargo, son desconocidos que se incrustan entre nosotros sin llegar si quiera a conocer, en la mayoría de los casos, sus nombres, sus trabajos, sus inquietudes…
Cuando estudiaba,  en mi paseo hacia la universidad, solía encontrarme, en días alternos y siempre en dirección opuesta a la mía, a un chico paseando a sus dos impresionantes perros daneses. Debía tener aproximadamente mi edad, tal vez dos o tres años más. Tenía una apariencia extraña.  Llevaba ropa oscura, largos abrigos grises o negros,  en invierno; camisetas de manga corta del mismo color, en verano. Botas militares atadas hasta media pierna, pantalones estrechos, cadenas colgantes desde su cinturón hasta las caderas, pulseras metálicas y algún pendiente. El pelo largo, castaño, adornado, en ocasiones, por una cinta que apretaba su frente. Sus ojos, grandes, marrones, con una línea negra de pintura que rodeaba todo sus contorno y que les daba una expresión profunda, misteriosa, triste. No sonreía, o por lo menos, en ese breve instante en que se cruzaban nuestras vidas, nunca le vi un atisbo de esta expresión en sus finos labios.  Arrastraba a los imponentes perros con una sola mano. Imponentes, porque el más grande de ellos, le llegaba hasta la cintura, y recuerdo, que mi desconocido,  era más alto que yo, alto y delgado; es posible, que el más pequeño, estuviera a la altura de la mía. Los animales me llamaban la atención tanto como él. El grande, era negro, con pelaje corto, perfecto, brillante, con una gran cabeza y la misma expresión que su dueño. El más pequeño gris, gris perla, igual de brillante, con rostro más fiero y ojos más despierto que se compañero. Imaginaba, que, a pesar de que su tamaño comparado con cualquier otro animal de su especie, era sobresaliente, ante su compañero, debía de sentirse pequeño, (yo no había visto un can tan alto en mi vida) y así, habría desarrollado una expresión más fiera y vivaz para compensar esta diferencia. Los dos iban acompañando, en equilibrio perfecto, sin tirar del brazo, a su paseante y juntos, los tres, parecían parte de lo mismo, de su propio universo particular. Los perros cobraban relevancia ante el hombre y, recíprocamente, el hombre ante los perros. Parecía, como si de todos los complementos que usaba el chico, no había ninguno que encajara mejor con él, que sus propios perros, de hecho, su atuendo iba en total asonancia con el pelaje y color de sus animales. Los tres altos, los tres oscuros, los tres asombrosos, los tres delgados, los tres misteriosos, los tres sorprendentes… Me gustaba encontrármelo y lo deseaba. Al principio, me daba miedo porque somos así, ante lo diferente ponemos trabas de defensa, pero a medida que se me hacía familiar, incluso me daba seguridad su presencia en la calle. Lo veía aparecer metros antes de cruzarnos e inconscientemente, sonreía pensando: - allí viene mi amigo oscuro, con sus oscuros perros-  y me quedaba tranquila como si mi vida, por este hecho, ganara en estabilidad.  No sé si él tuvo de mí, alguna vez, la misma constancia que él dejó en mi rutina; sé que sus perros sí. Al  principio ladraban a mi paso y yo me juntaba a la pared intentado evitar ponerles nerviosos. Pero a medida que pasaban los días, supongo que mi olor se les hizo, igual que  a mí su presencia, totalmente familiar y cruzaban a mi lado olisqueando mi pasos, con tranquilidad, tanto, que incluso, alargaba mi mano para acariciarlos sutilmente con la yema de los dedos, porque no me atrevía a más. Era nuestra manera de saludarnos, mientras que su amo, subía la cabeza, me miraba directamente a los ojos, un breve segundo, e ipso facto, bajaba la mirada de la misma manera que la sostenía en mis ojos. De la misma forma actuaba yo. Al igual que sutilmente acariciaba a sus animales, acariciaba sus marrones y maquillados ojos, por un instante, sin atreverme a mantener más tiempo conectadas nuestras almas porque me imponía su presencia. Jamás nos saludamos con palabras.  A veces, me lo encontraba en otros lugares distintos a nuestras rutinas, sin perros ya. Tal vez, compartíamos gustos musicales; por su manera de vestir no me era muy difícil adivinar qué música podría gustarle, y  definitivamente, estaba segura de que, al menos, parte de ella, era de mi elección personal. Por ello, coincidíamos también en algún antro de la ciudad,  fieles a este estilo de música en particular. Lo conocía en  la distancia, por su pelo largo, por su apariencia y por su estatura y me decía:-  ahí está, mi amigo oscuro, sin sus oscuros perros-  pero en estos casos, no me producía la misma sensación, al contrario, me creaba una cierta inquietud, un cierto desasosiego, una cierta sorpresa, pero siempre,  misterio, curiosidad…- ¿Le digo algo? ¿Me conocerá? ¿Cómo será su vida? ¿Cómo será él? ¿Estará triste? ¿Por qué nunca sonríe?-  Y así, me quedaba oteándole sin ser vista, desde la lejanía de un escalón alzado de un antro cualquiera de aquella ciudad y entonces él se acercaba, cruzaba conmigo esa mirada penetrante, una milésima de segundo en la que se conectaban nuestras almas, personalidades, pensamientos y yo intentaba mantenerla un segundo más, para intentar adivinar algo más de aquel rostro, de aquella presencia tan familiar y desconocida a un tiempo para mí, pero él,  en menos tiempo de lo que tarda un suspiro, en lo que tardaba yo en decidir si hablarle, bajaba su mirada hacia el suelo y sin más, seguía su camino, sin darme más opción que seguir imaginando , su vida, su persona, su esencia, sus inquietudes, como una de esas películas que no tienen un final definido en las que es el espectador el que pone la guinda final facilitando así que haya tantos finales distintos como espectadores de la obra. Y esto me hacía pensar en cuántas personas que coincidían con él imaginaban su vida y cuántas podrían, sin darme yo ni cuenta, imaginar la mía. Nunca jamás supe su nombre, nunca jamás hablé con él, nunca jamás sabré quién era, cómo se llamaban sus daneses, por qué los paseaba a esa hora y no a otra… pero es parte ya de mi historia, de una parte de mi historia y aunque pueda parecer por mi relato que él despertaba en mí, más que una curiosidad morbosa, no es así, porque hacia él, sólo sentía una sorprendente inquietud, deseos de saber, ansias de conocer lo desconocido, sin más idea romántica que la puede tener un investigador al investigar un caso, o un escritor, al encontrar una historia.
Sin duda, prefiero seguir en la inopia de su vida, de sus detalles personales, me atrae mucho más, al igual que en el cine, esta idea de imaginarme el final, de inventarme el argumento, porque aunque una vida real tiene más valor que una imaginaria, la inventada es a mi antojo y puedo añadir y quitar todos aquellos detalles que la puedan hacer más interesante o más aburrida, para que así, la rutina de los quehaceres cotidianos, sea más llevadera. Mis paseos a la universidad eran infinitamente mejores cuando lo veía acercarse;  mi vida interna, mi pensamiento, mucho más rico y despierto, al verle llegar con sus dos oscuros perros. Un desconocido sin proponérselos me hace escribir estas líneas años después y esto es en sí, lo que lo hace grande, familiar e importante en mi vida, al igual que muchos otros lo han hecho y lo siguen haciendo en mi día a día: la chica bajita que compra el pan conmigo a la misma hora, el señor de la camisa de cuadros, que trabaja cerca de mí, que vive en mi barrio, el conductor del autobús, los acompañantes que toman el café conmigo a primera hora de la mañana en el mismo bar… quizás los llegue a conocer algún día, pero no lo necesito porque ya los conozco y los valoro sin saber nada más de ellos que los que ellos saben de mí, porque forman parte de mis escenarios, porque tienen sus importancia y porque les agradezco, su presencia sutil, lo que aportan a mi imaginación, el contenido que le dan a mi rutina.

viernes, 26 de agosto de 2011

Verano en la ciudad.

Como si de una consagrada escritora se tratase, esta noche he encontrado mi musa… desaprovechar esta verborrea desaforada que el alcohol ha enardecido sería un sacrilegio para las artes; aunque la prosa no es un don por el que se me reconozca, ensalzar mi carácter romántico siempre ha sido mi terapia preferida.
            Es una noche maravillosa de verano, la ciudad se vuelve amable y brinda su cara más acogedora en estos días,. Hace calor, el sudor recorre todo mi cuerpo y de alguna manera extraña despierta un erotismo sutil, un rubor delicado en mis mejillas;  me gusta imaginar que alguien me observa a través de los cristales… sin ninguna pretensión perversa, se me olvida,  a veces, que soy mujer, y que todavía puedo despertar oscuros pensamientos. El mar está en calma, se deja llevar por el sopor estival, parece escuchar los murmullos de la cuidad que rodea. Al contrario de lo  que pudiera parecer, el horizonte se dibuja iluminado, las islas cercanas lo tiñen de una luz tenue, brilla con un fulgor especial, igual que todo lo demás en esta noche. El aire tiene un matiz distinto, me trae recuerdos de antaño, puede sentir muy vivos todos los recuerdos de la juventud cercana. Aunque el ruido de los coches al pasar nada tiene que ver con los del campo donde me crié, hoy me siento igual que entonces, libre, soñadora, capaz de comer el mundo de un bocado, jovial y abierta a un sin fin de experiencias nuevas. Sólo deseo pasear por la arena, escuchar el canto sereno del mar y sentir esta noche, que soy la mujer que quise ser, la mujer que quiero ser, el alma que ha enriquecido estos años.

                                                                                                         12 de Agosto de 2006.

Big- Bang

Algunos de los que estudian las ciencias de las estrellas dicen que el origen del Universo se desencadenó por una terrible explosión... y que después del ruido, el caos, la falta de luz, en una implosión inesperada, aparecieron los contrarios: la vida, el orden, el agua, la luz, las constelaciones, los planetas. Tal vez, las fuertes explosiones e implosiones del alma puedan generar, después del dolor, al igual que el Big Bang, su contrario.
Es posible que, de alguna manera, causal o casual, un dios omnipotente, decidiera que el renacer suponga un sacrificio, o, por lo menos, un abandono previo, y que, sin este, la paz posterior, no tenga el mismo sentido.
El ser humano, imperfecto y vulnerable, no entiende que después del caos, siempre hay posibilidad de empezar de nuevo porque se deja llevar por el dolor y se agarra, sin querer abandonar, el motivo de su dolor, sin pararse a pensar que todo es tan efímero como nosotros mismos. Todo somos y nos convertiremos en polvo de esas estrellas que desencadenaron la explosión primera.
Dejemos atrás los dolores; encontremos en cada gesto nuestro particular Big Bang para despertar y renacer cada día.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Ilusión.


                                                                                      06 de Enero de 2007.

El aliento de la vida es la única esperanza de ser felices, saber que estamos vivos que somos parte del tiempo, que somos parte del aire, del viento, que el oxigeno nos envuelve y mece a su antojo y nos insufla vida…si nosotros trazamos el camino, deberíamos poder decidir sin equivocarnos, sin poder mirar atrás con la seguridad de un aventurero experimentado, sin embargo, los pasos que damos muchas veces son erróneos, pero no por ello, menos necesarios. La infancia es el cuento en el que se sustentan nuestras vidas, es una letanía que nos ofrece el tiempo, una posibilidad de saborear la verdadera esencia de las cosas, la mirada de un niño es siempre ilusionante e ilusionada… ¿En qué lugar perdí yo la mía? ¿En el primer beso, en el primer llanto…cuándo comprendí que la felicidad está de paso, cuándo sentí la ausencia, el vacío, por primera vez? Lo tengo todo y me falta lo más importante. Somos parte de un movimiento, de una rutina en equilibrio, queremos tener amor, dinero…y no disfrutamos hasta que comprendemos o sentimos que algo puede ir mal y es entonces cuando compruebas que todo aquello que tienes puede desaparecer sin más, de un soplo, así, sin más y entonces quieres coger y guardar en un rincón de tu alma  todos los recuerdos, momentos, sensaciones que alguna vez te hicieron feliz, y que los caminos que hemos andado no nos permiten recuperar. Es entonces cuando quieres sacarle todo el jugo a todas las sensaciones que nos ofrece el estar vivos, como lo hacías cuando eras niño; entonces no podías entender el valor de cada segundo, de cada sonrisa, de cada juego, y ahora que lo comprendes, no puedes disfrutarlo porque no tienes la ilusión de aquellos ratos y porque te pasas las horas preocupándote en encontrarla y en pensar que quizás cuando la encuentres, será demasiado tarde. ¿Cómo se saborea un segundo, cómo se disfruta y palpa un instante? La felicidad es algo tan simple y tan complicado, tan cálido y tan helado cuando no está, tan amable y tan descortés… tan poca, tan lenta, tan rápida…
Si busco en mi corazón encuentro mil motivos para sonreír cada día, y para llorar también, porque no puedo disfrutarlos… me he dejado llevar por le aire amargo, por el movimiento del mundo, he sido una marioneta del tiempo, y he cambiado; Nunca quise crecer, sabía que me haría daño vaciarme de mis sueños locos de juventud, pero he crecido y ya no tengo sueños locos, he caído vencida ante el abrumador ruido, ante la triste certeza de no poder volver atrás y no me siento preparada para el camino que me aguarda, no quiero sufrir, no quiero llorar, no quiero ver como envejecen las nubes…Pero continuaré andando hasta llegar al final de camino, porque estoy buscando la ilusión de vivir, de saber que estoy viva.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Cómplice secreto de mis noches oscuras,
un roce de tu mano, trastoca mi calma.
El cruce de tus ojos con los míos
provoca sueños, impulsos, deseos prohibidos.

Amigo discreto de mis días tranquilos
el tacto de tu pelo, enloquece mi mundo.
El roce de tus labios con los míos
despierta secretos, murmullos, susurros vivos.

¿Cuánto?

Hace unos días, un amigo me contaba las ocurrencias de su sobrina de 4 años. Le había preguntado a la niña en qué posición se encontraba él (tío político de la pequeña) en su lista de amores. La niña, con una razonamiento impropio de su edad, le dijo que el último: - primero, mamá, después papá, después mi hermanito, después mi tía y después tú, es que, si no te pongo a ti, ¿a quién voy a poner?- En su pequeño cerebro, que apenas comienza a vislumbrar el mundo, tiene claro ya, que, en cuestiones de amor, siempre hay escalafones indiscutibles.
Esta anécdota de la inteligente sobrina de mi amigo, me llevó a reflexionar sobre las medidas de las cosas. Parece ser, que desde que somos muy pequeños, nos enseñan a cuantificar, a ordenar los sentimientos. Utilizamos los ordinales, los superlativos, los adverbios de cantidad, para poner nombre y valor a esas sensaciones extrañas que, de vez en cuando, hacen que nuestros sentidos se atrofien y que nuestras conjeturas racionales dejen de serlo. Realmente no entiendo por qué nos empeñamos en medir lo que no se puede medir, en cuantificar, lo que, por su propia definición, es incuantificable: ¿acaso a alguien, alguna vez, se le ha ocurrido pesar el alma? De la misma manera que no podemos pesar el alma, tampoco podemos medir el amor, no obstante, seguimos empeñados en preguntarle a la gente que nos ama, cuánto nos ama, cuál es el ordinal que no corresponde en la escala de los más amados, cuál es la comparación del amor que siente por nosotros, con otros amores previos… en fin… ¿cuánto? ¿En qué posición? ¿Más o menos? Pero, ¿cómo se mide el amor? ¿Es que yo estoy equivocada, y el amor se puede medir? Y si no se puede medir, ¿por qué nos empeñamos en querer hacerlo continuamente? Para mí, la respuesta es clara: el egoísmo intrínseco que conlleva el propio amor, sí, sí, el amor es tremendamente egoísta. Es que necesitamos estar seguros de que nos aman mucho, de que nos quieren por encima de otras cosas, de que somos los primeros en la lista de los más amados. No nos basta con que nos quieran, nos tienen que querer mucho, nos tienen que querer más que ninguna otra cosa. Cuando uno ama, quiere ser correspondido en su misma medida, quiere compartir todos los pensamientos del otro, quiere que el amado, responda siempre, en consecuencia, al amante, pero, cómo, (vuelvo, otra vez a preguntarme) ¡sí el amor no se mide! Los sentimientos son tan irracionales, que sabiendo que hay cosas incuantificables, seguimos empeñados en querer medirlo, pesarlo, analizarlo, evaluarlo… ¡Dichosos seres humanos!
El amor, en todo caso, es para mí, una cuestión de calidad, y no tanto de cantidad. En un mundo donde estamos solos, aunque muchas veces nos parezca lo contrario, tener la capacidad de amar y de que nos amen, es un maravilloso privilegio, que, pocas veces, sabemos aprovechar en todo su esplendor. El amor es, como apuntaba, egoísta por naturaleza. Todos hemos escuchado o dicho alguna vez, - yo soy feliz si tú eres feliz, aunque no sea conmigo- y todos afirmamos que esta premisa, es sin duda, fiel reflejo de lo que debería ser el amor; sin embargo, todos sabemos también, que en la mayoría de los casos, es una premisa, verdaderamente falsa, y si no, qué alguien conteste: ¿cuántos ex matrimonios se llevan bien? ¿Por qué se pasa tan rápido del amor al odio cuando alguien nos abandona? Si podemos entender que la persona amada es más feliz sin nosotros, y queremos ser felices por su felicidad, ¿por qué duele tanto que nos dejen de querer? Sencillamente, porque somos egoístas. Entendemos que amar implica muchas cosas, que amar tiene muchas facetas, muchas interpretaciones, muchas formas, pero siempre queremos que nos amen como nosotros queremos ser amados, como nosotros interpretamos el amor, como pensamos debe ser, desde nuestra perspectiva, desde lo que creemos, el amor para nosotros, como si el amor, tuviera una única forma, una única manera buena de manifestarse, como si dar más besos fuera “una medida válida” del valor del amor, o si decir 3 veces al día, un te quiero ( carente de sentido, por otra parte, por tanta repetición) fuera necesario para garantizar que la otra persona, nos ama, nos ama indiscutiblemente, nos ama por encima de todo, nos ama más que a ninguna otra cosa. ¡Qué equivocados estamos! ¡Qué visión tan asfixiante del amor nos han vendido!
Yo creo que, lo importante del amor, es precisamente amar, y creo, firmemente, que amar implica escuchar, compartir, comprender y estar y que, el amor, tiene un significado distinto para cada persona, una forma de sentirlo y expresarlo distinta, según cada cual, y que no hay una única manera de expresarlo, de vivirlo, que a veces, una mirada tiene más significado que un beso, y, a veces también, un silencio más valor que unas palabras. Creo que el corazón de una persona es tan grande, que caben miles de amores diferentes, y que todos son importantes sin diferencias de medidas y cantidades, sino complementarios, y, por último, creo también, que para amar uno tiene que empezar por quererse mucho a sí mismo, porque nos han enseñado equivocadamente, que el amor es sacrificio y que, en ocasiones, para amar se tiene uno que dejar de querer, para querer al otro, y yo, pienso justamente lo contrario.(Aunque esto es otra cuestión).
Pero esta es mi idea del amor, tan válida como la de cualquiera, y como no quiero caer en lo que estoy criticando, no sigo analizando y sopesando el amor, porque, el amor es incuantificable e inmedible…. Aunque sí, maravilloso.